jueves, 23 de febrero de 2012

Hernán Casciari, un escritor de otra época.


“Se me podrá decir que tengo suerte, porque al final del camino cobré lo mismo por hacer la mitad del trabajo, pero ése es justamente el pensamiento rácano del periodismo actual. Mejor sería pensar: ¿Tiene sentido que un tipo que escribe tenga que expresarse conforme avance o retroceda la publicidad? Por lo menos no se trata de censura ideológica, es verdad, pero la decepción interna es idéntica”. 


Este fragmento de la columna Renuncio muestra parte del pensamiento de  Hernán Casciari, un escritor argentino, nacido hace 34 años en la ciudad de Mercedes, provincia de Buenos Aires.
Al leerlo por primera vez, me topé con un escritor directo, sin vueltas, que muestra, a través de la ironía y el humor, las actitudes más burdas del ser humano. Siempre partiendo de historias cotidianas y reales, que lo ubican a él como protagonista.

Desde charlas con sus amigos –El amigo librero-, viajes improvisados con su esposa y su hija –Debe haber sido increíble- o historias extrañas que le suceden a alguno de sus lectores –La hermana del amigo-, Casciari convierte situaciones del día a día, en columnas llenas de humor.

Esto se observa en La verdadera edad de los países donde a partir del comentario de uno de sus lectores, emprende una hipótesis que revela la verdadera edad de los países, la cual refleja la identidad y las características de cada uno de ellos: “Argentina tiene trece años y cuatro meses. O sea, está en la edad del pavo. Es rebelde, pajera, no tiene memoria, contesta sin pensar y está llena de acné. Por eso le dicen el granero del mundo”.

Fue a partir de experiencias personales que creó uno de los noveles géneros literarios: la blognovela, una historia escrita en capítulos inversos, atomizados, narrados en primera  y con una trama que ocurre en tiempo real.  En ella, los usuarios son participes activos de la historia, participando de la trama y hasta estableciendo qué pasos sigue el protagonista.

Un hombre de principios

Más allá de los diversos temas que trate o la estructura que adquieran sus textos, hay algo que Casciari nunca abandona: sus principios,  y así lo demuestra en toda su obra.

De hecho, para no fallarle a  esos principios, dejó de describir en el diario argentino La Nación  y en el periódico español El País. Así lo expresa en la columna Renuncio: “Renuncié hace unos días a mi columna de los domingos en el diario La Nación, de Argentina, y renuncio hoy a mi columna de los viernes en El País, de España. Noventa columnas y dos años de trabajo en La Nación; ciento veinte columnas y tres años en El País. Aprendí mucho de ambos periódicos. Aprendí, sobre todo, que solamente me puedo divertir en un medio sin publicidad, y que solamente puedo dormir los viernes —de un tirón, sin telefonazos intempestivos— en un medio sin ideología”.

Y siguiendo sus ideales, creó “Orsai”, una revista ideada junto a un amigo de la infancia y cuyos objetivos fueron tan claros como utópicos. Se trató de un proyecto cuya principal característica fue dejar de lado el tema económico, priorizando otros aspectos: que la revista llegué a todos los países, a un precio que se adecue a la realidad económica de cada país y que prescinda de intermediarios –es decir, sin publicidad-.

Así lo manifestó Casciari en la columna Matar la crisis a volantazos: “El mayor de nuestros objetivos, el que más ganas nos dará cumplir el uno de enero, es que la revista Orsai llegue a Cuba con un precio de tapa de 4 pesos cubanos, gastos de envío incluido. La misma que en Barcelona costará 20 euros, o 15 (ya veremos), y en el resto de Latinoamérica valdrá 11 dólares, o 9 (ya veremos)”.

Obsesiones recurrentes

Además de mostrar la ideología de Casciari, la revista devela cuáles son sus principales obsesiones, el detonante de muchas de sus columnas e historias, algo que plantea en Matar la crisis a volantazos:  “Los que han leído Orsai desde el principio saben que en estas páginas no hice más que hablar de tres antojos, de tres obsesiones que me nacieron con la década: los cambios absurdos en la sociedad moderna, la hipocresía en las relaciones interpersonales y la añoranza exagerada de un tiempo anterior o de un sitio lejano”.

A Casciari parece preocuparle que en el Siglo XXI todo sea diferente a lo que era unos años atrás, cuando las personas que hoy tienen 50, tenían 20. En esa época no había celulares ni Internet, y las computadoras -que recién aparecían- eran aparatos gigantes y muy ruidosos.

Pero todo cambió.  Ahora, con un celular se puede hablar con otra persona que se encuentra en cualquier parte del mundo. Se puede saber su ubicación y hasta navegar por Internet.

El celular es una herramienta fundamental. Tan solo basta con quedarse sin batería u olvidar el celular en casa, para comprender lo “necesario” que es en el día a día de la persona moderna. Los mensajes de texto del estilo de “¿Dónde estás?” son  los más comunes hoy, cuando antes eran innecesarios.

Lo mismo sucede con tantos inventos, producto del avance tecnológico: los microondas –cuya única particularidad es acelerar el proceso de calentamiento que tan bien realiza el horno o la estufa-, o la computadora –que reemplaza a nuestro cerebro, tanto para  la solución de problemas como para el contacto con nuestros seres más cercanos-.

No hay duda que este desarrollo tecnológico cambió la forma de actuar del hombre y esa es una de las preocupaciones del escritor argentino. Así se aprecia en la columna titulada Hansel y Gretel, donde Casciari utiliza la ingenuidad de una niña –Nina, su hija- para expresar el sentir de nuestra generación: “`No importa. Que lo llamen al papá por el móvil´. Yo entonces pensé, por primera vez, que mi hija no tiene una noción de la vida ajena a la telefonía inalámbrica. Y al mismo tiempo descubrí qué espantosa resultaría la literatura —toda ella, en general— si el teléfono móvil hubiera existido siempre”.

A través de dos personas muy cercanas –el padre y la hija- Casciari dilucida cómo cambia el pensamiento entre generaciones y las diferencias abismales que existen entre ellos a pesar de los pocos años que se llevan.

“La telefonía inalámbrica —vino a decirme anoche la Nina, sin querer— nos va a entorpecer las historias que contemos de ahora en adelante. Las hará más tristes, menos sosegadas, mucho más predecibles” (...) “Y me pregunto, ¿no estará acaso ocurriendo lo mismo con la vida real, no estaremos privándonos de aventuras novelescas por culpa de la conexión permanente? ¿Alguno de nosotros, alguna vez, correrá desesperado al aeropuerto para decirle a la mujer que ama que no suba a ese avión?, que la vida es aquí y ahora”.

Lo que trata de mostrar Casciari es que las relaciones interpersonales están en conflicto. Este hombre “automático” –como lo define el argentino- resulta un ser aburrido, apático, algo que influyó en la literatura contemporánea: “Ahora el lector busca emocionarse y divertirse rápido, ya no tiene tiempo de sentarse a leer tranquilo, un sábado por la tarde”.

Continuando con esta idea de hombre irreflexivo, otro ejemplo se observa en la columna Mínimos avances en la cama, donde Casciari muestra como todo mejoró en este mundo, menos la cama. A través de la ironía, muestra cómo todo en la vida del hombre es automático: “…me siento satisfecho: un aparato nos alerta sobre la hora de despierta; enseguida una máquina nos prepara el café; después un vehículo nos conduce al trabajo; allí un dispositivo piensa por nosotros y nos corrige…”

“Pero justo entonces –cuando más necesitados estamos de lo automático- sobreviene el fallo: antes de acostarnos, nosotros los hombres modernos, lo que ya hemos conseguido no realizar ni un esfuerzo físico, tenemos que hacernos la cama”

Otra de las características de este nuevo hombre es que cambió el contacto cara a cara por la conexión vía Internet. Las llamadas, las charlas, van disminuyendo, mientras que los mensajes de texto y el “chateo” durante horas -con personas que acaban de conocer- crecen.
Así se observa en Melancolía, donde el protagonista es un acérrimo defensor de la red social Facebook. Es por esto que le  “tiemblan las manos” cuando debe enfrentar personalmente a una mujer, y no a través de la computadora. De esta manera, Casciari muestra cómo se siente una persona que solo mantiene relaciones por Internet: “Esta mujer que conocí en el metro me dice que no tiene Internet. No sé nada de ella, nunca vi fotos, no sé de qué carajo voy a hablar”.
Otra de las obsesiones de Casciari es su país, Argentina, y –sobre todo- el hecho de llevar una vida alejado de esta.  Esto se aprecia en la columna El idioma de la infancia. Allí, a partir de una pregunta “ingenua” de su hija, él debe explicar qué es la patria y qué significa ser argentino.
A través del humor y la ironía, va mostrando –sobre todo- aspectos negativos de pertenecer a ese país y llevar a cuestas esa nacionalidad: “Ser argentino, hijita, es sentarse en un pupitre y aprender a decir yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos, durante una década entera, y después salir a la calle y no decir Tú ni Vosotros nunca más, ni aunque te fajen”.
El dulce de leche -invento uruguayo-, también es otra de las debilidades de Casiciari, y –según él mismo explica- se debe a su nacionalidad: “¿Qué estás comiendo hija mía? –Le pregunto- ¿Por qué no le estás poniendo dulce de leche a esa banana, a ese pan con manteca, a ese pedazo de queso, a esa torta de coco, a ese yogur, a ese flancito?”.
Sin embargo, cuando en el texto de Casciari todo parece irónico y negativo, aparece la luz de esperanza -que hasta puede resultar algo extraño para el lector-: “Papi nació en un lugar maravilloso. Si escuchas en la tele otra cosa, es mentira. Papi nació en un país al que nunca le fueron bien las cosas, pero que huele a tierra mojada y en el que, mires para donde mires, siempre hay algo que es verde y alguien que es tu amigo…”. De esta manera, Casciari también muestra ese lado positivo que tanta falta hace en la literatura contemporánea y que brinda algo de optimismo al futuro.

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