La música de fondo -cumbia, por lo general- difiere con el ambiente monótono del lugar. El guarda golpea una moneda contra el caño y grita -con todas sus fuerzas- : ¡Pasando al fondo que hay lugar!
Los pasajeros se mueven lentamente, con pasos cortos, hacia el fin del vehículo. Las mujeres ancianas comienzan la batalla por ser uno de los veinti pico afortunados que consiguen asiento.
Y yo ahí, comenzando un viaje que durará un tiempo indeterminado, con gente que no conozco, ni que conoceré.
Parado –porque una anciana acaba de robar mi lugar-, observo mi entorno: una mujer gorda que no deja de sudar mira hacia el exterior. Del otro lado, un hombre de pelo largo y bigotes desprolijos me escupe al hablar por teléfono. Detrás de mí, un señor adulto, con la nariz muy colorada, estornuda. Un aire caliente roza mi nuca.
¿A alguien le puede gustar viajar en ómnibus? ¿Hay algo bueno al hacerlo? Sin dudarlo digo que no, que es una tortura.
Entonces se sube el vendedor ambulante, despacha todo lo que una persona se puede imaginar: chicles, caramelos, alicates, medias, ¡fundas para el control remoto! Un hombre que está sentado a dos asientos de mí mete la mano en el bolsillo. El vendedor corre hacia él. El hombre saca su celular. El vendedor lo insulta entre dientes.
Solo han pasado unas pocas paradas, todavía queda más de la mitad del recorrido. Pienso en otra cosa para que el viaje sea menos martirizante.
Me pregunto por qué no pensé en esto antes. Llego a la conclusión de que el ómnibus representa el único lugar donde realmente puedo abstraerme de la rutina. Y pensar en mí, buscar soluciones a mis problemas, ser consciente del rumbo que lleva mi vida. Comprendo que este viaje duro ,al final, resulta ser necesario.
Hasta que tengas Twitter o FB en el celular, ahí ya vas a tener que programar en tu agenda un tiempo para pensar.
ResponderEliminarLiz.